ROSA MONTERO 20/04/2008
En Habíamos ganado la guerra (editorial Bruguera), el estupendo libro autobiográfico de Esther Tusquets, me he topado con una anotación que me ha hecho recuperar un recuerdo olvidado de la infancia. Dice la autora que, de pequeña, las películas le parecían algo maravilloso, y que el entusiasmo que sentía al ir los sábados al cine estaba tan sólo ensombrecido por el temor de que el vecino de la butaca contigua intentara meterle mano, algo que le ocurrió “desde muy, muy niña y con cierta frecuencia”. Y añade: “Me parece que no se ha hablado lo suficiente de las agresiones a que estábamos expuestas las niñas y las adolescentes de la pacata y reprimida España de los años cuarenta y cincuenta (…) no podíamos subir a un tranvía o a un metro repleto sin que, una de cada tres veces, sintiéramos que un pene se restregaba contra nuestros muslos o nuestro vientre, o que una mano se nos introducía entre las piernas. A veces el agresor era descubierto y tenía que salir huyendo, pero lo habitual era que nos escabulléramos, cambiáramos de lugar, nos parapetáramos tras el bolso o la carpeta y calláramos por vergüenza”.
Pues sí, exacto, justamente así era, y puedo asegurar que aún pasaba lo mismo en mi época, bien avanzados ya los años sesenta. Me pregunto si el fenómeno después fue remitiendo o si es que simplemente yo crecí. A lo peor ha seguido ocurriendo en los setenta, en los ochenta, puede que incluso ahora. Quizá las niñas hayan tenido que soportar generación tras generación ese asqueroso magreo. Ese abuso constante y silenciado. Sí, callabas por vergüenza, desde luego, porque una de las heridas que produce el abuso es el sentimiento de humillación en la víctima; pero también callabas por miedo. Compañeras más aguerridas que yo, que se atrevieron a protestar en el metro ante un sobón, fueron a menudo insultadas y airadamente replicadas por el agresor (“¡Pero tú qué te has creído, niña, cómo te atreves, qué dices, estúpida, mocosa!”); y a una amiga mía, teníamos por entonces trece años, le atizaron incluso un bofetón. No recuerdo que en estos trances nadie saliera a defendernos en el metro atiborrado de gente; o tal vez sí, tal vez en alguna ocasión alguna mujer mayor rezongara algo en nuestro apoyo. Pero básicamente sabías que estabas sola.
De manera que llevabas integrada en la cabeza una especie de estrategia militar de supervivencia en el terreno enemigo. En los cines de barrio sin numerar, que era a los que entonces se iba, intentabas instalarte junto a una mujer y cubrir los flancos. Te echabas a temblar cada vez que se sentaba junto a ti un hombre solo, y nueve de cada diez veces tenías que cambiarte de fila al poco rato, huyendo de su pierna arrimada y de su mano tonta. Pero lo peor era sin duda el metro. Desde los diez años hasta los 16, para ir al instituto me hacía sola, cuatro veces al día, un trayecto de seis estaciones. No quisiera exagerar, pero miro hacia atrás y tengo la sensación de que todos los días había algún incidente de este tipo. Una de cada tres veces, dice Esther Tusquets; sí, quizá fuera así. En cualquier caso era habitual que te sobaran, o que se restregaran contra ti; y también estaba la modalidad verbal, el energúmeno que se abalanzaba sobre ti en los pasillos del metro y te vertía en la oreja rasposas barbaridades que ni siquiera entendías.
Hay dos cosas que me asombran especialmente de todo esto. La primera es el maravilloso nivel de adaptación que tiene el ser humano, la capacidad de resistencia, lo bien que hemos salido, pese a todo, tantas generaciones de mujeres manoseadas. Y la segunda, ahora que lo pienso, es la increíble cantidad de asaltantes sexuales. Por todos los santos, ¡éramos unas niñas! ¿Tantos pederastas había? Me pregunto si la represión sexual y el machismo de la sociedad franquista empeoraban la situación, o si hoy existe el mismo nivel de pedofilia. Tal vez antaño persiguieran crías de una esquina a otra del vagón, y hoy se dediquen a descargar de Internet material pornográfico. Por no hablar del absoluto horror del asesinato de Mari Luz. Sí, aquellos hombres eran muchos, demasiados. Tantos que no podían considerarse excepcionales, sino que formaban parte del paisaje social. ¿Tendrían una esposa, hijos, hijas? ¿Se creerían normales? ¿Estará alguno de ellos leyendo esto? ¿No se le caerá la cara de vergüenza?
http://www.elpais.com/articulo/portada/Todas/mujeres/manoseadas/elpepusoceps/20080420elpepspor_6/Tes/
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Se de todo y de lo que no, me lo invento.
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